¿Cuántas veces removiendo el café deambula nuestra mente en los más absurdos detalles?
Intentando recordar la última vez que deshojé una margarita, cuándo fue la última vez que me paré cara al viento y cerré los ojos dejando que me despeinara, o cuánto tiempo hace que no descalzo mis pies para cruzar algún riachuelo helado.
El tiempo pasa, crecemos y nos vemos arrastrados hacia mil direcciones, con el peso de mil obligaciones sobre los hombros, robando minutos al día para poder cumplir con todas las expectativas ¿y qué dejamos para esos pequeños placeres?, aquellos que en su momento, sin ni siquiera saberlo, algún día serían añoranza.
La taza que sujeta mi mano ya está fría y el amargor del primer trago aflora, como mis lágrimas.
De pronto me siento invadida por una devastadora tristeza que me ahoga y echo de menos a aquella mujer que fui no hace mucho.
Trago la amargura, de café y de pensamiento y dibujo una sonrisa. Ni siquiera tengo tiempo para deprimirme así que mejor vestirse y salir si no quiero llegar tarde a trabajar, ya lloraremos mañana.
Vaqueros, camisa ligera y calzado cómodo son mi armadura contra un mundo que se me antoja inestable y caótico. El toque final, la mascarilla, el yelmo que protege mi sonrisa.
No me cruzo con nadie en el portal (por suerte), abro la puerta y miro a cada lado de la acera como quien cruza la calle con miedo a ver venir un autobús abalanzarse contra él y acabar hecho una plancha viscosa contra el asfalto. No hay nadie, suspiro, trago saliva y encamino mis pasos con fingida firmeza hacia el coche.
De repente la calle se hace larga, terriblemente larga y empinada para estas piernas débiles saturadas de miedo. No puedo correr, no puedo parar, no puedo hacerme un ovillo y llorar en un rincón.
Empieza a aparecer gente de la nada. A derecha e izquierda, arriba y abajo, hasta de debajo del suelo aparecen y se abalanzan sobre mí como una jauría enfervorecida embozada con mascarillas.
Grito y de pronto siento que una puerta se abre a mi izquierda. Salto dentro del improvisado refugio sin mirar, sin oír, sin sentir. Me derrumbo y me tapo los ojos sin dejar de gemir.
Se hace el silencio en mi pequeño mundo.
Abro los ojos.
La calle está desierta, no hay absolutamente nadie. Ni siquiera la más mínima huella que indique que hace sólo unos instantes la calle era una maraña de cuerpos enfermos que se acercaban a mí sin dejar de toser. Miro a mi alrededor, a mi refugio salvador.
Estoy en mi coche completamente sola. La puerta no ha podido abrirse por arte de magia, he tenido que abrirla yo.
Paranoia.
Ni siquiera sé cómo ni qué he hecho en mi turno de ocho horas, sólo sé que me escuecen las manos, quizá haya vuelto a abusar del gel hidroalcohólico que tenemos colgado en la pared.
Las miro extrañada y de nuevo mi puta mente se empeña en preguntar que cuánto hace que no dan un masaje.
Espanto los pensamientos con un golpe de melena y armada de nuevo con mascarilla apresuro mis pasos hacia el parking.
Ya ni parar a fumar un cigarro en el andén mirando a la playa, dejar de fumar es lo que tiene, que pierdes determinados rituales, ni un café a solas en cualquier terraza antes de llegar a casa, nada.
Estoy acobardada y con ganas de llegar y comprobar que en casa todo está bien.
¿Qué me está pasando?, ¿quién soy?.
El ruido del freno de mano me hace darme cuenta de que he estacionado en una gasolinera, salgo envalentonada y agarro un paquete de seis cervezas, y cuando me dispongo a pagar, alguien me toca en el hombro…
¿Y la puta distancia?
Me vuelvo bruscamente con un exabrupto que muere en los labios sin siquiera haber nacido.
Estoy en la playa y delante de mí solo veo el ancho mar. La brisa me enreda el pelo delante de los ojos y me llena la boca de sal.
No es un sueño.
Doy una vuelta de 180 grados y veo que la gasolinera está a mi espalda, al otro lado de la carretera. Mi coche sigue donde lo he dejado y la llave está en mi mano.
¿Cómo coño he llegado hasta aquí?
-¡Señorita!
El dependiente de la gasolinera me llama a gritos mientras corre hacia mí y me viene a la cabeza la última vez que alguien me abrazó.
¿Cuánto hace?
¿Pero qué coño me está pasando?
Ando hacia él sin prisa con las piernas temblándome como hojas en mitad de un vendaval. Mi cara debe de ser un poema porque al mirarme de cerca muda la furia de la suya en preocupación.
-Señorita- me dice alargando un brazo tímidamente para tocarme, pero retirándolo de inmediato – ¿Se encuentra usted bien?
No.
¿Es que no ves que no, gilipollas? Pienso. “Me encuentro a mil jodidas millas de estar bien”. Sonrío al recordar esa frase de una de mis películas favoritas. Sonrío y no tengo ni puta idea de por qué.
@moab_ y @trizzayala (imposibleolvido)